El gato negro de Graciela Falbo

El autor anónimo es  aquella voz colectiva que revive, de pueblo en pueblo, la maravilla de contar historias. Cuando la escritura era para muy pocos, la trasmisión oral sostuvo  lo que fue la primera literatura, cantada, contada y también en teatros ambulantes.

Cuando la escritura se expandió y sobre todo cuando la imprenta multiplicó todo lo que pudo recoger. el tesoro sostenido en la oralidad, pudo llegar hasta nosotros. Casi todo en distintas versiones de un original que vaya a saber dónde se gestó. También hay distintas versiones escritas de algunas obras antes anónimas  por  recopiladores que podrían considerarse autores , como sucede con Perrault y los Grim en el caso de Caperucita, Blanca Nieves y otros.

La del hombre gato es una «leyenda urbana»; en este caso no se trata de un suceso ya ocurrido y completo, sino del rumor acerca de una presencia extraña, por lo cual lo temible estaría por suceder. Aún se conservan  narraciones orales que cambian detalles de boca en boca pero siempre causan interés y muchas veces temor.

 

El gato negro1

Graciela Falbo

En una época en la que él merodeaba por La Plata, yo era chica y me acuerdo de que, a cualquier lugar donde fuese, escuchaba hablar a la gente temerosa del Hombre Gato. Era un ser peligroso y solitario; su lugar era la noche y los sitios sombríos, su objetivo: atacar y asustar a la gente.
Tal vez porque él vivía aislado, en ese mundo difícil que quedaba fuera de las fronteras de todos los demás: ni puro animal, ni puro hombre.


La ciudad entonces no estaba muy iluminada. En los barrios, la luz no pasaba de unos foquitos colgando en las esquinas; por eso él, que prefería los sitios sombríos, andaba por los barrios. Nadie que viviera en un barrio salía tranquilo por las noches. En la calle, el follaje espeso de los árboles se volvía inquietante. El transeúnte caminaba muy rápido porque presentía los ojos acechando sobre su cabeza, entre los huecos del ramaje. Y esos ojos entre la espesura, correspondían a un cuerpo cuya apariencia nadie se animaba a imaginar. Sólo se sabía que su ropa, o su pelaje, o eso que lo cubría y lo ocultaba, era de color negro.
Sus armas eran garras, unas garras poderosas; garras de fiera decían que tenía el Hombre Gato en lugar de manos. Sus movimientos eran ligeros, cambiantes, imprevisibles, hasta que, en el momento justo, cualquier transeúnte desprevenido que pasaba debajo de una determinada rama, se convertía en un blanco perfecto. Entonces, un cuerpo pesado y fuerte le caía encima atacando.
Nadie lo había visto, pero todos sabían de sus correrías nocturnas aterrando a sus víctimas por los barrios de la ciudad. El rumor cobró fuerza cuando un día la noticia salió en un periódico vespertino.
Vecinos amenazados por el Hombre Gato
Un individuo vestido de negro y con rasgos felinos atacó a una mujer en un barrio de La Plata. La vecina, quien regresaba a su domicilio luego de una jornada de trabajo, fue asaltada por el sujeto en forma sorpresiva. «Se tiró del árbol y cayó frente a mí en cuatro patas», declaró la mujer. Algunos vecinos que acudieron al escuchar los gritos de la víctima, no lograron dar con el agresor. Una testigo asegura haber visto a alguien trepar por un tapial y desaparecer detrás de la medianera de una casa abandonada. En horas de la mañana la policía continuaba con la búsqueda, sin que hasta el momento se hubiera encontrado ningún sospechoso.

Mientras la noticia es un rumor es sólo sospecha. Pero cuando sale en el periódico la cosa cambia. Si está allí, es porque es verdad.
—Son mentiras, inventos de la prensa para vender más —decía mi mamá.
Para mí lo decía porque no quería que por miedo al Hombre Gato perdiera mi clase de inglés. Yo iba obligada a esas clases tres veces por semana después de la escuela. Pirula, la profesora, era del barrio  vivía a dos cuadras de casa.
—Vas y venís corriendo —trataba de convencerme mamá.
En aquellos tiempos, la ciudad era tranquila, y no había los peligros que vinieron después, cuando las calles se volvieron de otra forma, oscuras, crueles y de una malignidad que no se molestó en ocultarse, a diferencia del Hombre Gato. Dos cuadras no eran nada, pero la clase terminaba a las siete de la tarde y, en invierno, a las siete de la tarde ya era noche cerrada.
Lo peor era que una de esas cuadras, la segunda, tenía árboles muy altos, más altos que el resto. Las copas desnudas se tocaban dibujando una enramada retorcida, como los dedos huesudos de las brujas; era imposible pasar por debajo de ese ramaje sin adivinar, arriba, los ojos vigilando.
Para completar el panorama, en el centro de esa misma cuadra, estaba la casa abandonada. Era una casona lúgubre, con las paredes descascaradas por la lluvia y mugrientas por la humedad. El portón, carcomido por la herrumbre, exhibía unos sucios lamparones y, detrás de las rejas, una zona que en algún momento había dado a un jardín, ahora convertido en una maleza cerrada, una jauría de plantas creciendo abandonadas, raras y espinosas como zarpas verdes.
Para atravesar esos cien metros hasta llegar a la cuadra de mi casa había que juntar coraje. Era cuestión de tomar aire y largarse a correr, como quien se tira a una pileta, correr lo más que se podía, con la vista puesta en la luz de la otra esquina, que era como un faro en medio de la tempestad.
Yo corría y corría, mirando la luz, con la esperanza de que apareciera algún vecino, y mientras tanto rezaba, para darme ánimo, una oración que parecía la más adecuada para casos así: «ángel de la guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día».
Esa noche hacía frío, mucho frío. Me había puesto un gabán sobre dos pulóveres que me dificultaban los movimientos. Igual, qué otro remedio, había que juntar coraje y lanzarse a la carrera.
Mientras corría iba repitiendo el rezo y luchaba venciendo la tentación de mirar hacia las ramas por temor a encontrarme con los ojos. Los ojos verdes fosforescentes del Hombre Gato que aguardaba en algún lugar, y me observaba para saltar sobre mí en el momento preciso.
Se decía que tenía una bolsa el Hombre Gato, allí metía a los chicos que se robaba quién sabe para qué.
Eso no lo preguntaba nadie, porque el miedo no hace preguntas.
Fue entonces que, al pasar frente a la casa abandonada, escuché clarito unos arañazos detrás del portón. Ruidos de uñas, como una zarpa que se clava con furia y baja dejando al pasar la marca de una garra.
No se cómo llegué a la esquina. Corrí y seguí corriendo, sin poder detenerme, aunque ya había llegado a la otra cuadra donde las luces de las casas estaban encendidas iluminando la vereda, y algunos transeúntes caminaban con total tranquilidad. Seguí corriendo porque mis piernas no me obedecieron cuando les pedí que se detuvieran; no hubo caso, no las podía parar, sentía como si mi cabeza y mis piernas pertenecieran a dos personas diferentes.
—¿Qué te pasó? —se alarmó mi mamá al verme entrar casi sin respiración.
Le conté lo de los arañazos, en forma entrecortada, como pude.
—Seguro que fue el viento, el crujir de las ramas; ya te dije que no hay ningún Hombre Gato —insistió.
Como no había forma de que me tranquilizara, mi papá decidió que iría hasta la casa a investigar.
Temblé de miedo hasta que, después de un rato, regresó. Traía algo pequeño y negro que se retorcía entre sus manos como queriendo escapar. Era un gatito, un minino recién nacido que maullaba mostrando unos dientes puntiagudos con los que intentaba defenderse, pero que poco tenían de feroces.
—Pobrecito, está hambriento —dijo mamá.—. ¿De dónde lo sacaste?
—Estaba detrás del portón de la casa, pero no creo que sea el
Hombre Gato —dijo papá. Y todos nos reímos.
Conseguí que el gatito se quedara en casa, pero nunca conseguí que me creyeran.
Para evitar nuevos alborotos, mamá habló con la profesora de inglés; desde ese día cambió mi horario para el turno de la mañana.
Con el tiempo, me olvidé del asunto, en el barrio dejó de hablarse del Hombre Gato; así como había llegado, desapareció. No sé si volverá algún día, como dicen que dijo uno la última vez que lo vio.
Uno, nadie sabe quién, porque aunque hasta los diarios hablaron de él, que se sepa, nunca se conoció a la persona que, de verdad, haya visto al Hombre Gato.

 

El cuento

En un reportaje2 a la autora nos encontramos con que « […] Falbo apeló a su memoria y se permitió una licencia. “Era mi infancia, era mi Hombre Gato, porque yo lo había vivido, y desde allí trabajé el tema. Me gustó participar, aunque en general no practique una escritura autorreferencial”». Mito o leyenda–en este caso hay un poco de cada uno–, es su existencia lo que da el matiz fantástico y la tensión narrativa a una historia sencilla.

En este caso no sólo vale la pena evocar, agregar y comparar textos del género, sino valorar los recursos autorales de Falbo como por ejemplo los de verosimilitud. En este relato llama la atención la pugna entre lo racional que aportan los padres y ciertas frases de la narradora que dan por hecha la presencia del monstruo; a saber:

«Los ojos verdes fosforescentes del Hombre Gato que aguardaba en algún lugar, y me observaba…»; «…así como había llegado, desapareció. No sé si volverá algún día…».

 

Ya conocimos su biografía y su historia de lectora cuando publicamos en este portal su obra Un mojado miedo verde. Ahora recomendamos para los docentes y para compartir con los chicos la nota completa de la que tomamos aquí algunos fragmentos, para contextualizar la lectura del cuento presentado.

La formación lectora incluye la valoración de la información complementaria que aportan entrevistas, reseñas, biografía, etcétera.

«“Empecé a darme cuenta que muchas historias de esta provincia reaparecían en otras, que venían de otras culturas también, tanto de Latinoamérica como de Europa. Entonces todo era un poco aleatorio, cada una tomaba su color local. Pero también encontré otras muy locales, nacidas entre nosotros”, dijo Falbo sobre la etapa de rastreo y búsqueda de materiales. […]

Cada uno de los relatos tiene un ritmo, un color, una voz diferente. “Son”, dijo la autora, “lo que la historia misma pidió para convertirlos en narración”. Al trabajar con el basilisco, Falbo no pudo darle otro tono que el humorístico: “al primero que oí hablar sobre este personaje fue a Fontanarrosa (dibujante y humorista argentino) y no pude evitar la risa. Entonces mi historia no pudo evitar el humor”».

 

 

Antiguos relatos en nuevos soportes

Mitos y leyendas están entre los relatos más antiguos de la humanidad y, sin embargo, no pierden su atractivo. No es de extrañar entonces la cantidad de «hombres-gato» que nos provee Internet a través de páginas, diarios Web y blogs.

Basta con escribir en un buscador «hombre–gato» o «leyenda del hombre gato» para enterarnos de que parece estar por todas partes y es homenajeado por un grupo de cumbia con una letra «poco escolar», dadas sus connotaciones eróticas no tan diferentes de las que contenían los cuentos tradicionales originales antes de su adaptación a la infancia.

 

Notas

  1. Falbo Graciela, De Boca en Boca Buenos Aires, Historias y leyendas de Buenos Aires para chicos. Colección «De boca en boca», AZ Editora, Buenos Aires, 2004.
  2. Fossati Marina, «Historias y leyendas infantiles de Buenos Aires».