Ema Wolf: un absurdo creíble

Ema Wolf es una autora de prosa ingeniosa repleta de imágenes originales y expresiones coloquiales. Su escritura muchas veces presenta giros inesperados, y exageraciones cómicas que se suceden en una apacible prosa coloquial a veces orilla el humor negro.

 

Un artista

Tengo que contar lo que pasa con mi abuela Eugenia. Mi abuela Eugenia ama las artes. Todas las artes. Cualquiera.
El año pasado descubrió que podía pintar y eso la puso muy contenta. Se fabricó un caballete. Compró telas, pinceles y pomos de óleo. Decidió que lo mejor era empezar pintando fruta, como habían hecho todos los artistas célebres. A eso se le llama «naturaleza muerta». Consiste en poner unas cuantas frutas dentro de una frutera y pintarlas de modo que salgan lo más parecidas posible.
Cuando llegó el otoño juntó manzanas y peras de la quinta. Las acomodó en la frutera, puso la frutera sobre la mesa del comedor y pintó. Le festejamos mucho el cuadro. Ella se entusiasmó.
El invierno lo pasó pintando cítricos. No dejó una naranja, un pomelo, una mandarina, ni un quinoto sin pintar.
A fines de octubre ya había pintado todo lo que se podía cosechar en casa. La fruta variaba con el correr de los meses; la frutera era siempre la misma. Colgó las telas de su pieza y organizó visitas de parientes para admirarlas.
Llegó noviembre, que es el mes de los nísperos.
En casa no hay nísperos. El único que los tiene es don Cosme, que vive al lado. No sé qué habrá pasado por la cabeza de mi abuela aquel día fatal de primavera. Siempre la tuvimos por una persona seria. Pero debe ser cierto que cuando el arte se le mete a alguien adentro, es capaz de hacer cosas que nadie imaginó. Aquel día mi abuela se coló en el terreno de don Cosme por un agujero de la ligustrina y fue derecho al árbol de los nísperos.
Lo vi todo. Espantoso.
El vecino la pescó justo cuando se descolgaba de una rama baja con el delantal anudado lleno de nísperos suyos.
Me acuerdo de los ojos desafiantes de mi abuela y de sus zapatillas de lana balanceándose a ras del suelo. Don Cosme la miraba petrificado, apoyado el cuerpo en el rastrillo para no derrumbarse. Así estuvieron un rato.
Rojo de vergüenza ajena, don Cosme se metió por fin en el edificio de su casa y mi abuela volvió a la nuestra por el agujero, ofendida porque la habían descubierto.
Rápidamente se puso a pintar los nísperos. Pintó sólo un puñado y completó la frutera con unos cuantos carozos brillantes.
Yo pensé que la cosa quedaba ahí y que nadie más se enteraría.
Pero al día siguiente el vecino mandó llamar a mi papá.
Le contó lo que había hecho mi abuela. Le dijo que la vigilara, que nunca la había creído capaz de portarse así y que era un mal ejemplo para nosotros. Mi papá volvió furioso. La retó.
A ella el reto le entró por una oreja y le salió por la otra. Estaba cada vez más indignada con el vecino: antes porque pensaba que no era de caballeros pescar a una dama en un momento así; ahora por alcahuete. Mi papá la obligó a regalarle a don Cosme el cuadro de sus nísperos; al menos eso. Ella obedeció de mala gana. El vecino no supo si agradecerlo o qué.
Desde ese día mi abuela le tomó el gusto al asunto y empezó a visitar otras quintas de la manzana. Siempre con motivo de su arte, se dedicó a levantar fruta madura, bien elegida. Todo a la luz del día, sin esconderse ni ocultar siquiera las huellas de sus zapatillas.
En eso está ahora mi abuela.
Los vecinos se quejan a gritos. Por ellos, ya hubieran guardado todos sus árboles en los dormitorios. Notamos que cada vez es más lo que se lleva y menos lo que pone en la frutera. Pero sigue pintando. Van mal las cosas. Debo decir que está completamente sublevada. La sorprendieron trepada a las medianeras eligiendo fruta con prismáticos, huyendo por debajo de los alambrados y arrojando granadas, que son duras, para retrasar a sus perseguidores. Mi papá tiene pesadillas en las que mi abuela capitanea una banda de forajidos.
Estamos a mediados de enero.
Ella sabe bien que en febrero maduran los higos y no se va a perder el pintar una naturaleza muerta con higos; especialmente esos de cáscara oscura, muy dulces, que crecen en la casa del fondo. Se prepara, creo, para dar el gran golpe.
Armó un artefacto ingenioso para cortar los higos altos: una vara con una tijera en la punta accionada por un piolín y una pequeña red abajo. También consiguió una escalera alta porque la medianera del fondo es alta. Se la pidió prestada al dueño de los higos; el hombre está horrorizado.
Hay que evitar a toda costa que llegue a febrero con esos planes.
Estamos tratando de convencerla de que pinte otras cosas. El mar, por ejemplo, que no molesta a nadie. El problema es que donde vivo no hay mar.
Ella dice que cuando acabe con la fruta va a seguir con los animales.
Eso puede ser peor. No me animo a contárselo a mi papá, pero la encontré dibujando los planos de los gallineros del barrio.

 

 


Accedé a la biografía de Ema Wolf ya publicada en este Portal cuando compartimos su cuento

 

 

Ema Wolf se planta en las antípodas de las líneas pedagógicas que, hasta mediados del siglo XX, cincelarían la idea del modelo ideal de lector, la formación del educando y el cuestionamiento de cuáles son los contenidos más adecuados para las distintas edades.

 

 

El cuento de la abuela pintora

«Un artista» es un cuento encantador —qué duda cabe—, pero no se agota en su lectura, si sabemos hurgar en las connotaciones que tiene la historia.
Pensemos en la protagonista, la abuela de la familia, que, devenida en artista, busca plasmar el mundo de la manera más realista posible. No hay límites para su afán de inmortalizar distintos sectores del mundo natural, empezando por las frutas. ¡Qué principios éticos ni ocho cuartos! Las peras, las uvas, las manzanas están ahí solamente para que ella les dé vida eterna en una tela. Hasta aquí la narración, pero echemos un vistazo al narrador, al contexto de la protagonista.
El narrador en primera persona consigna los hechos, pero no censura ni descalifica. Los desbroza en etapas que dependen de las estaciones del año y los consigna con toda naturalidad. Cosas de la abuela, no de los «adultos mayores» que hacen pavadas y no hay que tenerlos en cuenta, según reza la literatura dedicada a la ¿tercera o cuarta edad? La familia respeta el proyecto de la pintura, y la abuela hace y deshace a su antojo. Los hijos la cuidan y, cada tanto, tienen que salir a apagar algún incendio con los vecinos que, muy a su pesar, van a seguir sufriendo el asedio de la abuela a sus árboles frutales.
Hay un proyecto de vida, paciencia, una mirada comprensiva y tierna y el lector se va adentrando en ese mundo de la creación, que apasiona a todo artista.
Y más aún, no hay moraleja ni didactismo, lo que nos conecta con el criterio contemporáneo con que se enfoca la literatura infantojuvenil.
Ema Wolf se planta en las antípodas de las líneas pedagógicas que, hasta mediados del siglo XX, cincelarían la idea del modelo ideal de lector, la formación del educando y el cuestionamiento de cuáles son los contenidos más adecuados para las distintas edades.
Frente a esa actitud de convertir el placer de la lectura en material de educación moral, la obra de Ema Wolf plantea la posibilidad de lectura alternativa, y fuera de la tradición de aceptación social. Y el cambio de criterio del que hablamos se ha ido cultivando en la Argentina a partir de los años sesenta, aproximadamente. En esas líneas de renovación que incluyen la realidad cercana y valores progresistas, se ubican también Graciela Montes, Graciela Cabal, entre otros autores. Y en la genealogía de esta transformación del género está el legado de María Elena Walsh, Javier Villafañe, grandes innovadores, si los hay.
En el oficio literario de Ema Wolf, entre sus herramientas habituales, sobresalen los recursos del buen narrador oral, que se plasman en el escrito. Por ejemplo, el inicio del cuento in media res, es decir el quiebre con la tradición de empezar con una situación inicial en la que irrumpe el conflicto que desencadena la secuencia de acciones, lo que permite que el relato arranque desde la cotidianeidad de acciones habituales: la abuela que pinta la naturaleza.
También la concentración de acontecimientos está encaminada hacia una catarsis final; un intenso absurdo cómico, que bien nos recuerda a los juegos infantiles, y que interrumpe la tensión dramática; o la transformación de los roles que ejecutan los personajes tradicionales de los cuentos infantiles, como por ejemplo, la abuela ladrona de frutas en el cuento que nos ocupa.
Ema Wolf concibe a los lectores reales como entes existentes y abandona la idea estática sobre el lector ideal; para ella, los lectores eligen lo que les gusta leer, pero son esos mismos lectores los que llegan a la escuela y olvidan por qué eligieron un libro de la biblioteca del aula. En la escuela, los manuales de texto nos convencen, como la buena tradición mantenida, de generación en generación, de que los textos canónicos, los clásicos, son los únicos válidos. Y esa convicción es la que hay que modificar para que el niño lector se convierta en un adulto lector, activo participante del pacto escritor-lector que establece la literatura.
Es por ello que, a la hora de trazar sus historias, Ema Wolf se imagina un lector siempre presente que, pasado el tiempo, querrá elementos distintos de los que ella misma querría. No piensa en edades, no piensa en temas que interesen a los niños o jóvenes porque, con sencillez, Ema Wolf inventa historias que le gustan a ella, o a cualquiera, para que, siempre con idéntica intención en todas sus obras, se goce de un buen rato de lectura, sin ninguna otra finalidad pedagógica.