John Dewey: la escuela como laboratorio

Señalado por muchos como uno de los principales filósofos de la historia estadounidense, John Dewey (1859-1952) es una referencia innegable del pensamiento pedagógico. Concibió a la Educación como la herramienta fundamental para construir una sociedad verdaderamente democrática, su gran obsesión.

John Dewey, probablemente el pensador norteamericano más sobresaliente de la primera mitad del siglo XX fue un hombre de acción. Su obra recorre casi cien años, e intenta producir modificaciones palpables en los terrenos más diversos de la vida humana. La filosofía, la política y la educación son el trío que más lo desveló, pero realizó también aportes a la teoría del arte, el estudio de las religiones, la psicología, la lógica y la ética.

Exponente destacado del instrumentalismo, dedicó su obra a borrar las fronteras entre teoría y práctica. Para este autor, el conocimiento mismo debía estar siempre orientado a la acción. La posición instrumentalista que estructura sus ideas define al pensamiento como la herramienta que permite actuar sobre la realidad. Es esta «acción sobre el mundo» la única que puede producir conocimiento en el sentido estricto y Dewey llevó estas premisas al aula misma, como veremos más adelante.

 

No hay saber inamovible, sino que el saber mismo depende de la «experiencia», entendida esta como la interacción entre el individuo y el ambiente.

 

La pedagogía de la acción

Bajo esta perspectiva, la Educación se transforma en fundamental. Es el espacio donde se pueden controlar las variables y preparar al individuo para la vida en democracia; el medio para asegurar la formación de ciudadanos como miembros en igualdad de condiciones que participan, discuten y actúan.

«La escuela es la única forma de vida social que funciona de manera abstracta y en un medio controlado, que es directamente experimental. Si la filosofía ha de convertirse en una ciencia experimental, la construcción de una escuela es su punto de partida», escribía en 1896.

Este lugar central de la Escuela eleva el debate pedagógico a un sitio preponderante, cercano al filosófico, a la hora de diseñar una sociedad. La Educación es, como vimos, una herramienta, tal vez la principal. Pero no se trata de cualquier Educación. John Dewey es uno de los fundadores de un movimiento de enorme repercusión internacional, conocido como la «Escuela Nueva» o «Escuela Progresista», que vino a discutir los postulados de la educación tradicional.

 

La Nueva Escuela

Si la Educación tradicional ubicaba a los docentes y los contenidos en el centro de la escena, este nuevo planteamiento pondrá al alumno en la ubicación principal. Tengamos en cuenta que estamos hablando de finales del siglo XIX. Dewey y sus continuadores soñaban también con el final de un modelo pedagógico anquilosado, contenidista, profundamente autoritario.

El alumno era considerado hasta entonces una tabula rasa donde el docente, imbuido de la autoridad del saber (acumulado durante siglos) escribía, como si lo hiciera en una pizarra, lo que quisiera, logrando del educando la repetición pasiva de esa colección de supuestas verdades.

La teoría de John Dewey, muchas veces enunciada en un estilo sombrío, denso, por momentos inaccesible al lector sin entrenamiento, proporciona una respuesta de envidiable coherencia. Una característica que se manifiesta en los distintos planos que hemos mencionado.

En lo gnoseológico, porque pone en duda el conocimiento como verdad alcanzada. Como hicieron muchos después de él, este hombre afirmará que no existe tal cosa, que el conocimiento es siempre provisorio. Ya no hay saber inamovible, sino que el saber mismo depende de la «experiencia», entendida esta como la interacción entre el individuo y el ambiente.

Esto tiene importantes consecuencias en el plano educativo. Si la experiencia es la generadora de conocimiento, la Escuela será entonces el lugar donde probar las hipótesis de su pedagogía, el plano en el cual sus ideas «prueban» su valor. La filosofía, recordemos desde esta visión pragmática, debe demostrar su valía en tanto produzca resultados visibles en el terreno práctico.

Para ello, pensará y afirmará este autor, debemos ingresar en una nueva concepción, en la cual la actividad del/la alumno/a sea lo primordial. El niño tiene, casi como cualidad innata, su curiosidad, sus impulsos de acción, que deben ser correctamente estimulados y encauzados para lograr su finalidad práctica. Ese es el lugar del maestro, del orientador de las acciones. Proporcionar el terreno para las mejores preguntas: hacer del aula ya no el templo de la verdad revelada, sino el lugar de planteamiento y solución de problemas.

En esta nueva propuesta, los contenidos, el currículo, no son nunca la premisa a partir de la cual estructurar las clases. Por el contrario, si algo puede decirse del método Dewey es que estos contenidos están más bien al final del proceso. Los alumnos son enfrentados a una situación problemática y, para resolverla, accederán a estos conocimientos solo en su calidad de herramientas, como instrumentos que permiten un resultado práctico.

 

Dewey analiza las experiencias educativas exitosas y llega a la conclusión de que lo que aquellas tienen en común es la capacidad de despertar y conservar el interés del/la alumno/a.

 

El método Dewey

Hemos mencionado ya que estamos abordando a uno de los pensadores más importantes del siglo XX y que su estilo discursivo es singularmente opaco y complejo, de extraordinaria densidad. No obstante ello, y en lo que a este artículo se refiere, puede extraerse sin demasiado esfuerzo de sus escritos —fundamentalmente de Democracia y Educación (1916) y Experiencia y Educación (1938)— una metodología práctica, un modelo de aplicación concreta.

Esto no es de extrañar, dado su carácter también ya explicitado, de «hombre de acción». Su método está basado en la centralidad del niño en el proceso de aprendizaje. Dewey analiza las experiencias educativas exitosas y llega a la conclusión de que lo que aquellas tienen en común es la capacidad de despertar y conservar el interés del/la alumno/a. Y que ello se produce porque determinados planteamientos están ligados a la vida cotidiana del educando. Por eso abogará por una escuela que lleve del hacer al pensar y no a la inversa.

No se trata de inculcar un contenido teórico, externo, proveniente del inmaculado saber, sino más bien a la inversa, partir de una situación o problema y, en la búsqueda de soluciones concretas, utilizar, «poner a prueba» los contenidos del currículo.

Las distintas fases de esta metodología pueden enunciarse del siguiente modo:

  1. Consideración de alguna experiencia actual y real del niño. Debe ser extraída de las actividades del hogar y la comunidad. Se trata de una experiencia que le despierta interés.
  2. Identificación de algún problema o dificultad suscitados a partir de esa experiencia. Podríamos decir que aquí hay una primera intelectualización del problema, una delimitación y descripción de los factores que intervienen en la experiencia.
  3. Inspección de datos disponibles, así como búsqueda de soluciones viables: el niño realiza observaciones y el maestro le acerca el material de consulta. La teoría, el contenido curricular, hace su ingreso en el aula. No como un a priori a repetir, sino como herramienta a ser utilizada y resignificada. Surgen las hipótesis y la experimentación.
  4. Formulación de la hipótesis de solución. Se reelaboran las primeras hipótesis a raíz de los resultados obtenidos. El/la niño/a piensa y adelanta las posibles consecuencias.
  5. Comprobación de la hipótesis por la acción: el momento de mayor indagación, en el que las hipótesis son sometidas a la prueba de la experiencia. De esta forma, al/la alumno/a se le plantea algo para «hacer», no para aprender. El aprendizaje se realiza en la propia praxis que los educandos, individualmente o en grupos cooperativos, realizan. Es una escuela «activa», porque está basada en la actividad y el interés del/la alumno/a.

Esta metodología, así descripta, permanece aún en el nivel de los enunciados teóricos. Veamos ahora su aplicación práctica, algo que este «hombre de acción» llevó a cabo en 1896.

 

La Educación es el instrumento esencial que permite transformar una sociedad. Para Dewey, constituye el corazón de su accionar, el elemento indispensable para construir y garantizar una sociedad democrática.

 

La Escuela Laboratorio

Entre las distintas experiencias pedagógicas de John Dewey se destaca ampliamente la denominada «Escuela Laboratorio», que funcionó en la Universidad de Chicago entre 1896 y 1904.

En primer lugar, consignemos que el pedagogo más profundo de la historia de Norteamérica había llegado allí luego de sus años de formación en la Universidad John Hopkins, de Baltimore, y su posterior tarea en la Universidad de Michigan (1884-1894), donde fue contratado para dirigir el Departamento de Filosofía, circunstancias todas de gran influencia en su obra. Como también lo fue su matrimonio con Alice Chipman, su alumna y más tarde la primera directora de la Escuela Laboratorio.

Chicago era una ciudad con un prometedor clima de reforma social y política al finalizar el siglo, y en la Universidad insignia de esa urbe pudo Dewey experimentar, con total libertad, el conjunto más poderoso de sus ideas pedagógicas. El sitio para hacerlo fue la Escuela Laboratorio, pronto conocida como la Escuela Dewey, que abrió sus puertas en el año 1896, con la colaboración de un avanzado grupo de padres, 16 niños/as y dos profesoras. Más adelante, el número de alumnos fue creciendo hasta llegar a los ciento cuarenta, y lo mismo ocurrió con el número de docentes, que ascendió a quince.

El filósofo del pragmatismo y su esposa dirigieron esta institución durante casi una década y con ella se llevó adelante un proyecto basado en las denominadas “ocupaciones”: actividades ligadas a la vida social de los educandos.

De esta manera, las tareas relativas a la madera, por ejemplo, posibilitaban que los alumnos se acercaran a la aritmética, la botánica, la química, o la historia, siempre para poder poner a prueba sus hipótesis y resolver sus problemas. El «alojamiento», la «alimentación» y la «ropa» eran otros de los tópicos a partir de los cuales se desarrollaban las distintas fases del método, como vimos antes. Involucrándose obsesivamente en el día a día de su aula-laboratorio, Dewey dio muestras de un excepcional sentido práctico y una habilidad extraordinaria para atrapar el interés de los participantes.

Experimentos científicos de anatomía, economía política o fotografía formaron durante esos años parte de una extraña cotidianeidad. «El niño llega a la escuela para hacer, para cocinar, para coser y trabajar con madera […] En ese contexto y como consecuencia de esos actos se articulan los estudios: lectura, escritura, cálculo», explicaba en el primer año de su valiosa iniciativa. Los ciclos eran más bien cortos, de dos meses de duración. Luego, volvía a plantearse un nuevo problema.

Frente a la preocupación de aquellos que veían en esta experiencia inédita los riesgos de un macabro laboratorio de humanos en el que los pedagogos probarían sus teorías, puede afirmarse que esta Escuela constituyó un éxito. Porque involucró a alumnos y alumnas en las distintas etapas, despertó en ellos enorme interés y generó una incipiente cultura democrática.

Para ello, este especialista no estuvo en ningún momento solo. Así como dijimos que los padres de los «conejillos de Indias» mostraron una gran colaboración en permitir y favorecer la novedosa enseñanza de sus hijos, un grupo de docentes de gran vocación, impregnados de verdadero progresismo y ética ciudadana, se abocaron al proyecto con alma y vida.

 

El rol docente

Se ha explicado que estamos describiendo al padre de un gran movimiento pedagógico que, a diferencia de todo lo que lo antecede, eligió ubicar al/la niño/a en el centro del aprendizaje. Ahora bien, ¿cuál es el rol que desempeñan los docentes en este esquema?

Su misión dista mucho de pasar inadvertida. Dentro de un amplio conjunto de tareas, deben ocuparse de llevar los contenidos a la experiencia concreta. Ponerlos en juego. Esto es, verse en el difícil pero ineludible compromiso de adaptarlos en tanto herramientas que aporten soluciones concretas a los problemas planteados.

Su función será guiar a los/as alumnos/as en el proceso de aprendizaje, ya no como celosos propietarios de un saber de adultos validado e incuestionable, ni respaldados por el autoritarismo imperante hacia finales del siglo XIX en las aulas, sino como ayudantes y facilitadores de ese camino en el que el conocimiento es siempre falible pero, al mismo tiempo, siempre un material a construir. El aula adviene así en un espacio de producción que crea algo nuevo y en el surgimiento de esa creatividad el rol del docente posee notable relevancia.

 

Educar para la democracia

La Educación es el instrumento esencial que permite transformar una sociedad. En la concepción deweyana, constituye el corazón de su accionar, el elemento indispensable para construir y garantizar una sociedad democrática.

Como hemos intentado reseñar aquí, no se trata de la Educación a secas, sino de una Educación precisa y determinada. Durante varias décadas, Dewey polemizó, por ejemplo, contra el abuso de las mediciones de la inteligencia y otras características de la personalidad. Despotricaba contra ellas porque, afirmaba, podían generar el efecto contrario al deseado, fundando nuevas jerarquías sociales.

La Educación propuesta es, inversamente, un proceso colectivo, fundado en un método científico. La sociedad debe tomar la decisión de establecer una política educativa basada en la experiencia. Escuelas que enseñen a pensar, que estimulen el pensamiento crítico y la libertad individual. Que ayuden a desarrollar una ciudadanía plena.

Son numerosos y dignos de subrayar los ejemplos de esa apertura en su propia biografía: su obstinado compromiso sindical con los docentes de su época y su carácter de pionero en la defensa de los Derechos de la Mujer.

 

El cierre 

Distintas circunstancias burocráticas acabaron con estas pruebas hacia 1904. Su esposa fue separada de la dirección y él también debió dejar su cargo. Pese a lo relatado sobre esta propuesta de vanguardia, la época le presentó sus propios obstáculos.

Es justo reconocer que, de alguna manera, Dewey careció de una estrategia que hiciera posible un «efecto contagio» en el resto del país. ¿Era entonces su objetivo? Tal vez no. Le alcanzaba con que su «criatura pedagógica» sirviera de inspiración para futuros desarrollos y arrojara luz sobre las (a su mirada) evidentes fallas del sistema tradicional.

No volvió a tener nunca una escuela propia, pero continuó durante décadas siendo un activo crítico de la educación norteamericana. Participó en reformas educativas de distintos y alejados países: Japón, Turquía, China (donde tuvo su mayor impacto), México y URSS. Se jubiló en 1929.

 

Bibliografía

  • DEWEY, J. (1944). Mi credo pedagógico. Buenos Aires: Losada. (Trabajo original publicado 1897).
  • DEWEY, J. (1929). La Escuela y la Sociedad. Madrid: Beltrán. (Trabajo original publicado 1899).
  • DEWEY, J. (1971). Democracia y Educación. Una introducción a la filosofía de la educación. Buenos Aires: Losada. (Trabajo original publicado 1916).
  • DEWEY, J. (1960). Experiencia y Educación. Buenos Aires: Losada. (Trabajo original publicado 1938).