Un mojado miedo verde
Suele buscarse orientación para seleccionar cuentos infantiles en la moral, la psicología evolutiva y la pedagogía. Se pregunta: ¿qué interesa a tal edad? ¿Qué contenidos y vocabulario le resultan al niño comprensibles? ¿Qué contribuye a inculcarle valores positivos? Cabe responder con otra pregunta: ¿por qué la inquietud por el lenguaje, en especial por su función poética, no es la primera y más importante? ¿Por qué no preguntar qué estimamos bellamente relatado como para formar el gusto y contribuir a la capacidad de imaginar, soñar y disfrutar de los pequeños lectores? Tal como dice María A. Díaz Ronnër «…la literatura trata del lenguaje, de sus resplandores en pugna…»1.
El cuento
Este cuento habla del miedo, esa experiencia ineludible, traumática y a la vez necesaria que coopera con la estructuración de nuestro mundo interno y de nuestras defensas vitales. Pero también, desde el terreno moral, nos entrega una buena dosis de reflexión acerca de los prejuicios, ya que en esta historia nos desarma uno: el miedo no es patrimonio de los pequeños, a veces nos parecemos entre «diversos» en lo más hondo de nuestro corazón. Por ende, faltaría ahora enunciar una moraleja y hemos redondeado una gran «enseñanza correcta».
Empecemos de nuevo. Este cuento me gustó porque tiene suspenso, tensión narrativa, encanto. Me confundió por un rato, y eso me pone la piel de gallina porque la confusión en estos casos es misterio y suele generar tanto miedo como curiosidad; sí, la lectura amenaza con un momento terrible pero si ya se está terminando el primer párrafo es ineludible seguir adelante. En fin, este cuento me gusta porque me hace imaginar situaciones y personajes, posibles respuestas, pero no me confirma nada hasta el final y el final puede ser desconcertante, dejarme con la boca abierta.
El modo en que el narrador va contando lo que sucede produce sensaciones encontradas, ambiguas, nos lleva de paseo por un paisaje soleado pero sugiere que todo puede estallar de un momento a otro en un rugido demoledor… ¿De quién?
Pues, eso no se sabe hasta el último renglón que resume en una verde ternura, al menos para mí, todo el verdoso miedo que nos llevó hasta el punto final.
La voz narradora nos va mostrando dos realidades que ocurren a un mismo tiempo en un mismo lugar, y al utilizar el presente verbal, no tan habitual en los cuentos, refuerza la tensión del relato y la idea de que todos navegamos juntos, autor, narrador, personajes y muchos lectores de ayer, hoy y mañana. Entre los pequeños seres humanos y el enorme monstruo verde de ojos sanguinolentos, alguien está desde el principio con «el agua hasta el cuello». El lector puede llegar a sentir lo mismo a medida que el narrador acrecienta el suspenso y nos hace mirar en todas direcciones para poder salvarnos; pero cuanto más nos avisa, menos protegidos nos sentimos.
Y son el tiempo verbal, las metáforas tremebundas, las descripciones que contrastan el mundo «salvaje» del lago con el de sus humanos visitantes, lo que nos tensa primero y nos alivia después.
En fin, no me hubiese gustado si me lo cuentan con otras palabras, desde otro punto de vista, con otra voz y en tiempo pasado, salvo que lo hiciesen con la misma maestría con que Graciela utilizó los recursos que aquí disfrutamos. Pero por algo eligió estos y no otros.
La autora
Graciela Falbo nació y vive en La Plata. Es licenciada en Ciencias de la Información y tiene estudios terciarios de Arte. También es maestra y, como tal, realizó una única pero muy valiosa experiencia en primaria: creó y coordinó en un quinto grado un taller de escritura creativa. Al respecto, puede leerse un artículo en la revista «Oficios Terrestres» de la facultad de Periodismo de la UNLP, donde entre otras cosas se relata una situación muy interesante acerca de los llamados «niños con problemas de aprendizaje», que en ocasiones sólo cuando tienen una pedagogía a favor pueden dar evidencia de sus capacidades y desmentir los «carteles diagnósticos».
Actualmente la autora se desempeña a cargo del Taller de Escritura en la carrera de Periodismo y Comunicación Social, aunque la mayoría la conozcamos por su notable obra literaria, preferentemente para niños y adolescentes en su forma y su contenido, pero disfrutable hasta cualquier edad por su calidad narrativa.
Es interesante conocer la formación como lectores de los escritores, sus vivencias familiares, en bibliotecas y en la escuela. Al respecto Graciela Falbo nos cuenta:
«Mi relación con la lectura en la infancia vino desde muchos frentes. Uno de ellos fue escuchar a mi mamá recitar en voz alta mientras hacía las cosas de la casa. Ella era maestra y además era muy buena lectora y escribía más o menos secretamente. Desde que fui muy niña estuvo atenta a mis lecturas. Por eso siempre tenía libros a mi alcance. También los buscaba. En la casa de mi abuela estaba el Tesoro de la Juventud, me acuerdo haberme quedado horas explorando las imágenes de los libros antes de aprender a leer. Cuando cumplí los seis años y entré a la escuela estaba ansiosa por aprender a leer y a escribir. Mi sueño era leer el diario sola, como veía que lo hacían los grandes. Y fue lo primero que hice cuando aprendí a leer: quería saber qué había en esas hojas que atraían tanto a los adultos porque yo los veía leer y luego conversar sobre lo que leían, eso parecía muy interesante.
Después estaba mi abuelo al que le gustaba contarme historias y un tío que se llamaba Miguel, igual que mi abuelo.
Los dos eran de contar historias que inventaban mientras las narraban, eran narradores espontáneos y a mí me embelezaba escucharlos. La naiguales, con etiquetitas en el lomo que ni siquiera tenían un título, detrás de vidrios y fuera del alcance de manos comunes. Tengo el recuerdo de que era un lugar donde se cuidaban los libros para que no se estropearan más que un espacio para leer.
De todos modos esa fue mi experiencia.
Las bibliotecas, sobre todo las populares, tuvieron una importancia grande en nuestro país de manera que no es posible generalizar».
«La escuela tampoco fue un lugar que me atrajera a la lectura. Pero seguramente era por mi forma de leer. A mí me gustaba la lectura desordenada de exploradora que va encontrando tesoros por aquí y por allá. La escuela me obligaba a leer en una dirección.
De todos modos ahora creo que a la escuela se le pide “tododetodo”, se la sobreexige. No quiero simplificar pero creo que la lectura es una experiencia de comunicación profunda y que eso sólo se aprende en el dialogar y en el reconocimiento de los modos que tenemos de narrar el mundo y de narrarnos.»
Los sentidos del leer
En las honestas palabras de Graciela Falbo podemos encontrar el eco de los historiadores de la lectura y de la escritura, que han documentado el rol no siempre positivo que han tenido escuelas y bibliotecas ante niños y jóvenes respecto de la lectura literaria como valor en sí. Pero no por abandono ni negligencia sino porque se partía de otras concepciones de lo que era leer y cuando alguna resultaba contradictoria con otras no podía considerarse valiosa. La falta de respuestas claras y únicas, la ambigüedad y la contradicción, la multiplicidad de sentidos posibles y la capacidad de aislar a las personas que leen a solas, desconectadas del mundo social por largos ratos, son algunos de los rasgos de la literatura que la han mostrado hasta como una amenaza a los ojos de padres, médicos y educadores de antaño.
Pero, justamente, eso que antes ha llegado hasta a condenarla es lo que hoy sabemos que puede ayudarnos a ser. No a ser más «sabihondos», ni a sostener conversaciones «interesantes». A ser, a vivir más plenamente, a tener un mundo interno más rico que seguramente en algunos engendrará la capacidad de intercambiar ideas, emociones, recomendaciones, y en otros colmará una vida solitaria de muchos viajes en barcos-páginas.
No encanta a todos ni podemos estar seguros de quiénes serán lectores entusiastas entre los niños que ahora la disfrutan, porque hasta en ese aspecto es misteriosa.
Notas
|